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Revisión del 21:01 7 mar 2018
José Luis Piñal Ruiz de Huidobro. Personajes.
Aparentemente, es a este anestesista, que junto con Luis Morales fue médico de la comisión examinadora de las niñas, a quien entrevistó José Luis Moreno-Ortiz según este texto publicado en Facebook:
Leonora Carrington 22 de noviembre de 2012 · CALIGENIFOBIA: MIEDO A LAS MUJERES HERMOSAS
La imposible aparición de Leonora Carrington al doctor Luis Morales (Jr.)
(Leo en la prensa que a Elena Poniatowska, de la que sólo me gusta el nombre, le conceden el premio Biblioteca Breve por una novela sobre mi adorada Leonora Carrington. No hay que ser muy allá para suponer sobre qué cosas habrá novelado la doña Poniatowska, pero que valga: cualquier momento y ocasión es buena para rendir homenaje a la Carrington, cosa que yo quiero hacer también trayendo este relato que ya salió en el blog anterior, hace mucho tiempo)
No es preciso contar la historia, por suficientemente conocida, la historia lamentable, además, de la huida de Leonora Carrington a España desde París, luego de que Max Ernst se fugara a su vez con Gertrude Stein hacia los Estados Unidos, dejando abandonada a la Carrington, si bien pueda quizás disculpársele porque ya había sido preso de los alemanes, para entonces, en dos ocasiones. Pero siempre he sostenido que a una mujer como Leonora Carrington no se la debió dejar tirada de aquella manera. Es más, siempre he dicho, y hasta lo he escrito en algún lado, que el único tipo de histérica del que podría enamorarme es el de Leonora Carrington.
Pero sólo hubo una Leonora Carrington. Fue irrepetible. Como pintora, como escritora y como bella. Está claro que Max Ernst no fue precisamente Buffalo Bill. Aunque Gertrude Stein, eso también está claro, era como un búfalo.
Tuvo la desgracia Leonora Carrington de caer en Santander en las manos del psiquiatra nazi Luis Morales, aquellos años en los que la capital cántabra y todo eso bullía de nazis, borricos cántabros los más y algún que otro alemán también. Ella misma lo contó en su libro impresionante Memorias de abajo. Por suerte pudo escapar de Santander, llegar a Lisboa y poner rumbo a México, donde vivió largos años haciendo una pintura estupefaciente.
La presente relación de hechos, pues, debe iniciarse años adelante, allá por el lluvioso verano de 1961, cuando la aparición de la Virgen del Carmen a unas niñas de San Sebastián de Garabandal, en Cantabria, cerca de Asturias.
El doctor Luis Morales Noriega, hijo del doctor Luis Morales que recluyese en su clínica próxima al Sardinero a Leonora Carrington, había sido nombrado miembro de la Comisión que investigaba las apariciones. En un primer momento declaró que lo de las niñas no era sino un fenómeno de histeria común, cosa que le valió gran repulsa por parte del clero y la ciudadanía toda de Cantabria, y hasta acusaciones de rojo, al pobre hombre, que era católico y tan de derechas.
Salto de un par de décadas y un par de años: en 1983, y en concurrida conferencia celebrada en el Ateneo de Santander, el médico psiquiatra Luis Morales Noriega, o Don Luis Morales (Jr.), se retractó de aquella su declaración primera, dando por verídicas las apariciones de la Virgen del Carmen a las niñas de Garabandal y añadiendo que «ahora veo la realidad existencial de Nuestra Señora en Garabandal. Considero a Garabandal, como a Fátima, un don de la Providencia para la humanidad. Garabandal es, en verdad, un regalo de Cristo para nosotros a través de la Madre. Garabandal ha sido una manifestación de la Divina Gracia».
Cuentan unos cuantos locos que antes de eso el doctor Morales (Jr.) había vivido en el Hospital de Valdecilla, en Santander, unos sucesos que le conmovieron profundamente, hasta convertirlo: la enfermedad de su esposa, un cáncer, quien, tras muchos padecimientos, durante el último mes de su vida recuperó la paz interior por medio de un crucifijo besado por la Santísima Virgen del Carmen en Garabandal, recibió los Santos Sacramentos y murió con una gran impavidez.
Cualquiera que haya visto morir a un familiar de enfermedad grave sabe que ese mismo lenitivo lo halla mediante la aplicación de morfina, pero no es lugar, éste, de discutir acerca de remedios siquiera paliativos. Por lo demás, la esposa enferma de Morales estaba en un hospital bastante bueno, no en un monte de Garabandal, y cabe pensar que además de crucifijos y rosarios de monjas había más que unas cuantas dosis de morfina, que alguna mano caritativa, ahora así, y hasta piadosa, ahora también vale decirlo, acaso la mano del propio Morales, inyectó a la enferma. No hacerlo y ofrecerle a besar un crucifijo hubiera sido una auténtica vileza.
Entre los locos que han divulgado por el mundo la nueva de la retractación tardía aunque al parecer muy sincera del psiquiatra Luis Morales (Jr.) están Joey Lomangino, fundador de The Workers of Our Lady of Mount Carmel de Garabandal, asociación mariana que difunde en los Estados Unidos todo cuanto se refiere a las apariciones de Garabandal, y Albretch Weber, un alemán autor de un libro titulado Garabandal, Der Zeigefinger Gottes, un tipo al parecer muy amigo del tal Juan Pablo II, que lo recibe mucho, aunque por lo que se le ve al cabrón en los últimos informativos de TV ya le quedan pocas audiencias que dar.
Yo supe, sin embargo, de otra historia. Y me la contó un psiquiatra de Santander que había trabajado con los Morales largos años, una tarde lluviosa, cómo no, mientras tomábamos un café en El Suizo, a un paso de la bahía, de Puerto Chico, del monolito levantado en memoria del falangista Matías Montero y de la lastra de los pescadores pintada por Solana.
Según mi comunicante, el psiquiatra Luis Morales (Jr.), un hombre que coleccionaba libros de arte y se afanaba hasta lo indecible en el estudio de la pintura surrealista, aunque al parecer sin mayor provecho pues sólo se limitaba a comentar con una sonrisa angelical que no entendía nada, y que no podía extraer conclusión alguna, ni siquiera médica, no obstante lo cual aquellas mamarrachadas le gustaban mucho y hasta capaz hubiera sido de tirar de ahorros y comprarse algún cuadrito así para decorar su despacho y consulta, siempre mostró gran curiosidad acerca de la obligada y tortuosa estancia de la Carrington en la clínica familiar, a partir del punto y hora en que supo que aquella chalada de la que había oído hablar alguna vez a su padre era una de las pintoras más apreciadas del mundo.
Pronto se hizo con obras y catálogos en donde se veían fotos y reproducciones de las pinturas de la Carrington, y también de Remedios Varo, surrealista española exiliada igualmente en México, no sin gastarse buenos cuartos pues había de pedir esas impresiones al extranjero.
—Luis llegó a fascinarse por las dos, pero en especial por Leonora Carrington –me dijo mi comunicante–. Aún lo recuerdo preguntando a su padre por ella; tan pesado se ponía que el jodido viejo le mandaba a tomar por culo sin miramientos; hasta rompió los pocos papeles que sobre ella tenía archivados, para que el hijo no enredara por ahí, en sus cajones… Por lo demás, créeme; aquellos papeles no contenían nada de valor; el viejo era un zote; yo sí vi esos papeles, y lo que había anotado sobre la Carrington era lo que podía haber escrito un cura de aldea o un médico militar de esos que no hacían más que enchufar a sus parientes en los mejores destinos cuando les llegaba la hora de hacer la mili, y vacunar a treinta soldados con la misma aguja y la misma jeringuilla.
—¿Era mujeriego? –pregunté.
—¿Quién? ¿El viejo?
—No, joder, el hijo…
—¡Ah! No, qué va, tampoco… Un montón de años con la misma novia, con la que se casó, la pobre mujer, padeció mucho hasta su muerte…
—Sí, ya lo sé. ¿Cómo crees que hubiera tratado él a la Carrington, de haber trabajado entonces con su padre?
—Hombre, supongo que mejor –dijo mi interlocutor–. No le habría causado el shock insulínico, ni le habría aplicado el electrochoque, ni otras barbaridades que le hizo, eso seguro… Mira –sonrió–, puede que incluso se hubiera pasado las horas como en éxtasis, contemplándola, enamorado platónicamente de ella, que se dice… Luis, el hijo, siempre fue un buen chaval.
—¿Tú llegaste a ver a la Carrington en la clínica?
—No, no… Yo entré a trabajar con los Morales a mediados de los cincuenta, cuando empezó a hacerlo también el hijo, éramos de la misma promoción. No me tomes por tan viejo, coño.
—Claro. ¿Pero qué hubieras hecho?
—Joder, macho, qué pregunta… Ahora podría decirte que la habría liberado, que la habría ayudado a escapar… Pero tenías que haber visto lo que era Santander en los años cincuenta… Tenías que haber visto lo que era esa clínica… Ríete de las películas de Vincent Price…
Comprendí que no era justo presionarlo así, muchas veces los periodistas, más que contumaces somos directamente gilipollas, y tras el café lo invité a un whisky. Aceptó con gusto. Alguna vez habría que hablar de lo mucho que gusta el whisky a los médicos, por lo general.
Mi comunicante había acompañado al psiquiatra Luis Morales (Jr.) a Garabandal, en comisión de servicio, como ayudante del médico (Morales) designado por el Obispado.
—Por allí andaba también la escritora esa, Mercedes Salisachs, que se corría de gusto viendo a las niñas en éxtasis, o en trance histérico, por mejor decirlo –me contó mi comunicante.
No aparece mi comunicante en la muy divulgada fotografía en la que se ve al psiquiatra Luis Morales (Jr.) tomando el pulso a una de las videntes, la niña Mari Loli, porque le pegó un empellón Juan Antonio del Val, un cura con gafas, que deseaba salir retratado a toda costa. Quizás eso le sumó méritos para ser obispo de Santander con los años. Un sotanosaurio pulpitodonte de tronío.
—Yo sabía –prosiguió mi comunicante– que Luis no podía ser tan imbécil como para aceptar aquello; hasta los médicos de Santander se hubieran descojonado de risa a su costa. En su informe, y a pesar de la obstinación vesánica de los curas, dijo lo que debía. Las niñas, claro, estaban como unas putas cabras, pobrecitas… Pero en vez de ponerlas en tratamiento las convirtieron allí mismo poco menos que en santas. Recuerdo a una de ellas, una tal Conchi, que escribió de mala manera unas mamonadas delirantes en un cuaderno… Bueno, pues un cura no menos loco, un tal José Ramón García de la Riva, se basó en esas guilladuras para escribir dos libros, sus Memorias de un cura de aldea, e Historia de la fotografía de la Virgen… Los tengo en casa. Si quieres, te los dejo. Te vas a partir la polla de la risa… El muy maricón dice que consiguió fotografiar a la Virgen y todo.
—¿En pelotas? –pregunté.
—Calla, calla, que ya te veo… Tú quieres sacar la foto en Interviú, cabrón.
Reímos un rato. Llovía ahora muy fuerte y la manta de agua apenas dejaba ver, en la bahía, las barcazas que iban a Somo y a Pedreña.
En aquel húmedo agosto de 1961, acaso el mismo día en que dos guardias civiles se llevaban a tirones a una francesa que en la playa de la Magdalena de Santander había osado ponerse en bikini, en Garabandal el psiquiatra Luis Morales (Jr.), que según mi comunicante desconocía por completo la obra de Karl Jaspers, «vamos, es que no se había leído ni Psicopatología general», sufrió un arrebato lírico de consecuencias incalculables; ni siquiera su proverbial mesura lo ayudó a calcularlas.
—Me dijo, agárrate que hay curvas, macho, pues va y me dice en un momento en que hablábamos de las payasas esas, las niñas de los cojones que decían ver a la Virgen, me dijo que una de ellas, Conchi, le ponía cachondo… Yo me reí, tomándolo por una humorada, aunque no era precisamente un tío que hiciese muchas bromas con eso, con lo del sexo, ya sabes… Y encima, tú, que era una menor, en fin… Bueno, la verdad es que si ves las fotos que hay por ahí de aquello, la foto de la tal Conchi en concreto, que era la más pollita de todas, la más crecidita, pues bueno, verás que tiene una expresión como de andar mojando las bragas, ya sabes, alguien ha escrito algo sobre eso, el éxtasis, el arrebato sexual, toda esa historia… Yo vi unas fotos de actrices porno, comparadas con santas en éxtasis de la pintura religiosa, y la verdad es que no hay mucha diferencia… En fin, que… ¡Bah! Tampoco te voy a largar ahora un rollo freudiano… Además, yo no he sido más que una máquina expendedora de recetas para comprar pastillas; la gente quiere que la cures de los nervios, como dicen por ahí, y lo demás se la trae floja… Bueno, a lo que íbamos; que me reí, pero comprobé al hacerlo que Luis seguía serio; es más, que se ponía nervioso, rojo como un tomate. No dio pie con bola en todo el día; vi que cuando tomaba el pulso a la tal Conchi, que a eso en realidad se limitaba nuestro trabajo, a tomar el pulso a las niñas de los cojones, los curas no nos permitían que les habláramos para no interrumpir su conversación con la Virgen, decían los muy cabrones, vi que le temblaba la mano y sudaba… Pero lo peor fue de madrugada, de vuelta a Santander en mi coche… Luis me confesó que se la había cascado pensando en la niña esa, la tal Conchi, y que cuando lo hacía, para colmo, en un instante de su fantasía se le presentaba la Virgen, a la que terminaba soltándole el lefazo en todos los morros, figúrate, a la mismísima Virgen del Carmen, je, je, je… Tuve que calmarlo como pude. Me dijo que no sabía si confesarse con algún cura o si ponerse en manos de otro psiquiatra que no le conociese de nada para iniciar un tratamiento… Menos mal que al día siguiente amaneció más tranquilo… No, no se puso en manos de un psiquiatra que no le conociera. Ni creo que se confesara. Pero sí te puedo decir que empezó a usar cilicio… Hombre, estaba ya muy próximo al Opus, eso es verdad… Pero creo que lo hizo por eso que llaman un acto de contrición. Yo, cuando estudiaba Medicina y aún iba a misa, hacía cosas parecidas; no, lo del cilicio no, pero cosas parecidas, qué sé yo; que me la meneaba un día, pues luego me castigaba sin cenar o sin postre, o sin ir al cine; o llamaba a mi novia, la que hoy es mi mujer, y le decía que no podíamos vernos, que tenía que estudiar; lo hacía para evitar las tentaciones, aquellos magreos que nos metíamos en el portal de su casa cuando la acompañaba; entonces hasta los médicos creíamos que cascársela era malo no sólo para el espíritu, sino también para el cuerpo, ya ves tú… Yo incluso oí decir a Jiménez Guinea en una conferencia, por aquel tiempo, que el hombre, cuanto más renuncia, más hombre es… Sí, Jiménez Guinea, que todo el mundo sabía que Manolete le regalaba putas de vez en cuando para que se divirtiese un poco, el gran médico… Aquí, en aquellos años a no pocos médicos les daba por ser filósofos, hay que joderse; eso sí, luego mataban pacientes a trochemoche. Bueno, nosotros, en la clínica de los Morales, también nos cargamos a unos cuantos aplicándoles el shock insulínico… Eran pacientes pobres, naturalmente; locos de poca monta…
Pocos días después, mi comunicante entró en el despacho de Luis Morales (Jr.) pues habían de partir hacia Garabandal. Observó que el psiquiatra calcaba de un libro grande y escrito en inglés la conocida ilustración en la que Beardsley se retrató atado a Príapo. Lo hacía con mimo, despaciosamente, con aplicación infantil.
—Ya sólo me falta convertirme en un puto tuberculoso como Aubrey Beardsley, por culpa de la masturbación –dijo entonces el psiquiatra Luis Morales (Jr.) tirando el lápiz, el libro, el papel de calco y la hoja sobre la que calcaba, con cierta violencia, sobre su escritorio.
—Joder, tú –me dijo mi comunicante–. Fue como si mi entrada en el despacho, para avisarle de la hora, despertara en él eso que Jaspers llama conciencia de presencias corporeizadas al citar lo que escribió Strindberg, que a éste sí lo he leído, ¿eh?, anda que no estaba tocado del ala, el cabrón, eso de que cuando escribía en su mesa y notaba una presencia a sus espaldas se liaba a pegar puñaladas hacia atrás…
Invité a un segundo whisky. Desde nuestro asiento en El Suizo vimos pasar a una cuadrilla de tontos, diestramente conducidos por su monitor, uno de esos jóvenes babosos de rígida bondad militarizada, que se cubrían felices con chubasqueros livianos y de colores de polos, menta, limón y fresa. Se les veía alegres por llevar capucha.
—Te juro que entonces, yo, de arte, ni idea; ahora sé algo más, pero no te creas; bueno, voy a exposiciones con mi mujer, que le gusta comprarse algún cuadro de vez en cuando; además ya sabes que aquí en Cantabria hay mucha tradición en lo de la pintura, en Santander se hacen un montón de exposiciones, no veas… Bueno, a lo que íbamos… Yo, te juro que ni idea, entonces, ni de Beardsley, ni de su puta madre… Había leído algo de Oscar Wilde, eso sí; mejor dicho, alguna cosa sobre Oscar Wilde, pero de Beardsley, lo que te digo…
Uno de los tontos resbaló en el paso de peatones, cuando cruzaba la cuadrilla en dirección al muelle, y los demás rieron mucho. Yo también, debo confesarlo, al verlos.
—¿Pero qué dices, Luis, de la tuberculosis? Anda, venga, que se nos va a hacer tarde, ya sabes la mala leche que se les pone a los curas si los hacemos esperar –había dicho entonces mi comunicante a su colega, el doctor Morales.
El monitor de los tontos dio unas palmadas y los infelices dejaron de reírse, acelerando el paso en una suerte de trotecillo que los hizo parecer futbolistas haciendo carrera continua en un entrenamiento.
—Fíjate, Antonio –había dicho entonces el psiquiatra Luis Morales (Jr.) a mi comunicante–; mi padre creyó que Leonora Carrington estaba tuberculosa, que sus delirios eran los de los tuberculosos hemoptísicos cuando están a punto de sufrir una recaída grave, próxima a la muerte… Y seguramente sólo estaba enferma de sensibilidad, como alguna de esas pobres niñas… Como Conchi.
No pudo evitar una protesta mi interlocutor cuando ya subían al coche.
—No, Luis, no; están como cabras, esas niñas.
—¿Y eso no es una manera de la sensibilidad? Dime la verdad, y te juro por lo más sagrado que no me anima a hacerte esta pregunta nada nefando… Has visto la foto de Leonora Carrington que te enseñé, ¿verdad?, aquella del libro… Dime si no se parece a Conchi…
—No, Luis, por Dios –había vuelto a protestar mi comunicante–. Esa mujer, bellísima, por cierto, es una mujer, eso es… Conchi es una niña que está loca, simplemente. Bien sabemos que los niños enloquecen, ¿o no?
—La belleza de las mujeres es un crimen –sentenció el psiquiatra Luis Morales (Jr.) y no volvieron a cruzar una palabra en todo lo que duró el viaje a Garabandal.
Por un momento se me pasó por la cabeza que podría ser un buen espectáculo ver caer al agua, desde el muelle, a uno de los tontos. Para observar la reacción de los demás. Para ver al monitor lanzarse a salvarlo con la esperanza de salir al día siguiente en la primera plana de El Diario Montañés. Para leer algún artículo en el que se le postulara como merecedor de una medalla de la Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad.
—Me dejó planchado, oye –me dijo mi comunicante–; no pude ni reírme.
—¿Y cuando llegasteis a Garabandal? –le pregunté mientras los tontos aplaudían porque comenzaba a amainar la lluvia, supuse.
—Fue el día en que lo vi más encabronado… Hasta se puso burro con los curas. No aceptó ninguna de las sugerencias que se le hicieron. Dijo que estaban locas, que las niñas presentaban un cuadro de histeria evidente, y que nada más… Bueno, como no hay mal que por bien no venga, nos dijeron del Obispado, poco después, que ya no precisaban más de nuestros servicios, y que consultarían a otros médicos, y que patatín y patatán… La verdad es que a Luis lo trataron con bastante desprecio en Santander, por aquello, durante un tiempo. En el Opus hubo quien dijo que se había hecho falangista, los falangistas lo acusaron de rojo… Los rojos no pudieron acusarlo de nada, porque no había ni uno, imagínate…
—¿Y lo de su retractación posterior, en la conferencia aquella del Ateneo? –le pregunté.
—Bueno, a lo mejor con el tiempo le cogió gusto a lo de llevar cilicio –dijo mi comunicante, echándose a reír–. Esas cosas pasan… A mí me da mucha risa cuando veo en algunas revistas y en la tele reportajes sobre sadomasoquismo, todo eso, así, tan estético, como de cine… Si supieran esos incautos lo de los cilicios… Eso sí que engancha, como dicen ahora… Engancha de la hostia, je, je, je… El cilicio es peor que la nicotina… Anda, dame un cigarrillo.
Fumamos mientras los tontos, jubilosos, se quitaban las capuchas de los chubasqueros. Anochecía prontamente, pero al menos, al tiempo, escampaba del todo.
En la Nochevieja de 1961, el psiquiatra Luis Morales (Jr.) arrojó al fuego de la chimenea de su casa, mientras su esposa preparaba la cena y las uvas, tendrían numerosos invitados, entre ellos mi comunicante y su mujer, los libros con las fotos y las reproducciones de los cuadros de Leonora Carrington y de Remedios Varo.
—Yo creo –me dijo mi comunicante poco antes de que nos despidiéramos– que Luis no pudo volver a meneársela porque cuando empezaba se le venía a la mente en seguida Leonora Carrington, esa es la verdad… Alguna vez, si yo le hacía una observación sobre cualquier muchacha hermosa con la que nos cruzábamos por la calle, o a la que veíamos desde el coche, me decía: «¡Bah! Imagínatela cagando… Y también se la comerán los gusanos, no te creas». ¡Ah! Se me olvidaba contarte que además de cilicio llevaba al cuello un escapulario de la Virgen del Carmen que le regaló la tal Conchi la última vez que le tomó el pulso.
José Luis Moreno-Ruiz.