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La justicia divina y la necesidad condicionada de la Encarnación
Aún aceptando que la inclinación al mal que llamamos concupiscencia no ha sido obrada por Dios, no cuadraría con la justicia divina que no diera a cada hombre medios para superarla: le estaría pidiendo, por medio de la conciencia, más de lo que puede dar.
Dios no sería perfecto si no hiciera todo de forma excelente. Podría haber suprimido la concupiscencia y que todo fuera de nuevo igual que antes: que no costara esfuerzo seguir el bien. Pero respetó la decisión humana. Puesto que, una vez aparecida la concupiscencia, el hombre tendría más difícil encontrar el camino del bien, la solución más excelente para dar a cada hombre los medios para obrar el bien sin violentar la voluntad humana (sin hacer “borrón y cuenta nueva”) fue que Él mismo se hiciera hombre y mostrara a cada hombre el camino. De esta forma, puede decirse que el pecado de los hombres ha obligado a Dios a encarnarse para mostrarnos el camino que ya no vemos claro.
Los cristianos creemos que Jesucristo es el Dios encarnado —que es Dios y Hombre—, y tenemos motivos para creerlo. No me extenderé ahora en esos motivos, me parece que basta con comprender que no es absurdo, que no supone una imperfección en Dios.
Jesucristo se presentó como modelo “manso y humilde de corazón”. Podía haber presentado su ejemplo con autoridad “arrogante”, pues no tenía pecado ni concupiscencia, ni más debilidad que la que la que se auto impuso en su actuar humano sin dejar de ser Dios: el estar sometido al cansancio, al hambre, la sed, y demás limitaciones humanas distintas del pecado. Pero le importaba que su ejemplo fuera útil para los demás hombres, que sí tenemos concupiscencia, y por eso recalcó la importancia de la actitud humilde del hombre que pide fuerzas a Dios mediante la oración; aunque Él, en cuanto Dios, no necesitaba orar.
Esta sería la historia de la redención de los hombres por Jesucristo. Pretender agotar la comprensión de esta historia es, como el mismo verbo dice, pretencioso, ya que me parece que sólo Dios comprende perfectamente a los hombres y sólo Dios comprende perfectamente la forma que Él mismo elige para responder a los aciertos y desaciertos de los hombres. Pero voy a arriesgarme a contar cómo yo lo entiendo.