Stefano Zurlo
Milán - Vittorio Messori es, posiblemente, el escritor y periodista
católico más importante y conocido; el de mayor influencia en el mundo.
Fue el encargado de preguntar a Juan Pablo II en «Cruzando el umbral de la
esperanza», un libro que ha tenido una difusión de más de 24 millones de
ejemplares en varias lenguas. Nació en Sassuolo en 1941, aunque vivió
durante más de treinta años en Turín, adonde la familia se trasladó
después de la guerra.
En 1965 se licencia en Ciencias Políticas
con una tesis sobre el resurgimiento italiano. Más tarde colaboraría en
«La Stampa» durante diez años hasta que se traslada a Milán en 1978. Será
en esta ciudad, donde contribuirá a la creación de una revista mensual
religiosa llamada «Jesús» de la que más tarde sería colaborador.
Es columnista en diferentes periódicos y revistas como «Avvenire»,
«Corriere de la Sera», «Jesus», «Il Timone» y «La Razón», entre otros.
Conversión. «Mi conversión tuvo lugar entre
julio y agosto de 1964. Yo era laico, alumno predilecto del más laicista
del momento, Alessandro Galante Garrone. Destinado para un brillante
futuro en la editorial Einaudi, templo de la cultura laicista, de pronto
me vi leyendo los Evangelios, mirando las cosas desde otro punto de vista,
el de la fe, hasta ese momento desconocido y despreciado por mí». De esa
forma el alumno de Galante Garrone, de Bobbio, de Passerin D´Entréves, de
Fippo, dio la espalda a sus maestros, al panteón de las glorias
piamontesas, al activismo, a Gramsci y Gobetti, y se volcó en la
indagación de la figura de un hombre que había vivido en Palestina hacía
dos mil años: Nace así «Hipótesis sobre Jesús», un best- seller que lleva
vendida en Italia más de un millón de ejemplares.
– Señor
Messori, usted indaga y desmitifica, estudia y destroza con furia
iconoclasta los santinos laicos, restituyendo la Turín de los santos, de
los obispos y de los fieles. Sin embargo, todo esto empieza a partir de su
conversión: un tema que usted liquida en sólo dos líneas, dos líneas en
trescientas cincuenta páginas, sin explicar nada. ¿Por qué razón?
– Por pudor. Jamás lo he contado en público. Sin embargo, puedo afirmar que
mi vida se decidió durante esos dos meses cruciales, entre julio y agosto
de 1964. Tenía entonces 23 años, estaba preparando la tesis doctoral y por
la noche trabajaba en Stipel como telefonista. Aquella experiencia me
arrolló de tal manera que no tuve necesidad de creer, porque había visto
y, en cierto sentido, tocado con las manos, y llegué a tener absoluta
certeza. Si me hubieran apuntado con una pistola pidiéndome que abjurara
no habría podido, por respeto a la verdad que había encontrado. Digamos
que yo escribo para los que se mueven a tientas, con dificultad: acumulo
razones para ellos, no para mí. No las necesito, vuelvo a repetir, y digo
esto con total modestia, temor y temblor.
– Usted se formó en el
liceo D´Azeglio de Turín, el «Sancta Sanctorum» del laicismo; creció en la
escuela del razonamiento y de la duda, y ahora viene a decirnos que ha
visto y ha tocado con las manos. ¿No es un tanto exagerado?
–
Si nunca he hablado de ello es porque yo soy el primero que percibo la
dificultad. Durante esos días entré en otra dimensión, donde todo era
claro, transparente, evidente,... No es que tuviera una visión, no me
malinterprete, sino que una fuerza irresistible me obliga a mirar la
realidad desde la fe. Leía los Evangelios y todas mis convicciones, mis
prejuicios, mi esnobismo intelectual, mi promiscuidad sexual incluso, se
rompieron en pezados. Fue una experiencia durísima y fulgurante, tierna y
violenta al mismo tiempo. Verdaderamente un enigma. Hablé en privado con
André Frossard, con el que me vería en más ocasiones; él había vivido una
experiencia similar, pero la suya había durado unos minutos. La mía, más
de un mes.
– ¿Y después?
–
Aquella situación tan particular terminó y no se ha vuelto a repetir en mi
vida. No en vano, tengo un temperamento racional, no místico. Sin embargo,
aquel impulso no ha desaparecido y sigo dando gracias al Señor por
llevarme por su camino, aunque entonces tuviera que pagar un precio muy
alto en el plano intelectual y moral. Galante Garrone, al conocer la
noticia, rompió conmigo, desconcertado, y mi carrera en aquel mundo
elitista y discreto terminó justo en el momento en que comenzaba, al mismo
tiempo que mi vida privada y mi afición a coleccionar aventuras mujeriegas
daban un giro de ciento ochenta grados. Hubiera querido no tener que
hacerlo, lloraba mientras arrugaba mi agenda llena de direcciones, pero no
podía hacer otra cosa. Mi madre, al descubrir desconcertada que había
empezado a ir a misa –a escondidas y como avergonzado– llamó al médico,
convencida de que yo no estaba bien de la cabeza.
– Usted dejó atrás
la cultura laica y se convirtió al catolicismo: ¿qué ha encontrado en la
fe?
– El significado de mi existir y mi morir, y la libertad. Desde
que me convertí descubrí la libertad. Al principio estaba lleno de tabúes,
de prejuicios; no era un hombre libre. Incluso los dogmas, como decía
André Frossard, no eran rejas, sino ventanas. Lo que nos paraliza son las
ideologías poscristianas, no la fe.
– ¿Cúal es la relación
entre fe y razón?
– Existe una relación directa entre fe y
razón. Y como decía Pascal, el último paso que puede dar la razón es
reconocer que existen infinidad de cosas que la superan. La razón es la
que nos abre al Misterio y nos lo muestra como razonable.
– Don
Giussani dice que la fe es esencialmente racional, no irracinal.
–
Yo también defiendo que es razonable, aunque no es racionalmente
demostrable; de otro modo nos sentaríamos en una mesa para demostrar la
existencia de Dios... Somos creyentes, no crédulos: desde este punto de
vista aprecio muchísimo el pensamiento de don Giussani. Siempre me he
sentido muy cercano a Comunión y Liberación y a otros movimientos como el
Opus Dei, los Carismáticos, los Focolares, los Neocatecumenales o los
Legionarios de Cristo. Amo la Iglesia plural, pluralista. «Vive la
difference», al menos en lo que a carismas se refiere.
Por libre. – Sin embargo, usted siempre ha permanecido
al margen...
– Si no pertenezco a un movimiento en concreto, si
trato de ser un católico sin adjetivos es porque no he sentido hasta el
momento la vocación específica, la llamada hacia una de estas realidades.
Por lo demás, me convertí en soledad, aquel verano de hace cuarenta años,
todavía me impulsa hacia delante cada día. En el fondo, mi vocación es la
del ermitaño que estudia, reflexiona, piensa y escribe libros. Mi mujer y
yo, sin hijos y retirados por propia elección en nuestra casita de
Desenzano del Garda, somos una pareja de ermitaños. Huellas