Conclusión

De 1918
Saltar a: navegación, buscar

Los replicantes derrotaron a vencedores y vencidos

¿Cómo puede una enfermedad tan antigua como la gripe originar la mayor mortandad de la historia en un momento tan reciente, con tantos avances médicos, como en 1917-1918? La razón no hay que buscarla desenterrando el virus, aunque eso también puede ser útil. La razón hay que buscar en como se usó y se propagó, y por qué no se le pusieron obstáculos cuando apareció la primera oleada en los Estados Unidos.

Al margen de la localización geográfica de los primeros brotes de la pandemia, pasado un siglo sigue habiendo grandes incógnitas sobre su origen y su impacto. La reconstrucción genética ha permitido comprobar que los ocho genes que componen el virus H1N1 proceden de aves, pero al mismo tiempo que el virus como tal tenía más diferencias respecto a los virus hallados en aves norteamericanas de esa época, de las que esos virus de las aves de 1917-1918 conservados en laboratorios tienen respecto a los virus que se encuentran en aves actuales.

Más que proceder de una rara avis, el H1N1 de la pandemia de 1917-1918 era un virus aviar tan raro que de las aves solo tenía lo imprescindible, los genes, de modo que quienes lo han reconstruido no se explican de dónde pudo surgir y casi sugieren que el compuesto fuera obra de fuerzas extraterrestres.

Igualmente inexplicable parece la reacción que provocaba, quizá por estimular su novedad desproporcionadamente las defensas inmunes, con el resultado de que sobrevivieran al virus quienes por debilidad –demasiado jóvenes o demasiado mayores- tenían escasos medios para luchar contra él, y en cambio se suicidaran los organismos fuertes en los que una alarma inmunológica desproporcionada desencadenaba la congestión de los pulmones por las proteínas creadas por los glóbulos blancos en su lucha contra el virus –la llamada tormenta de citocinas-, resultando esta más dañina que el virus en sí.

No resulta difícil –pero sí paradójico- ver un paralelismo entre el ser humano que, cuanto más fuerte es, en realidad se vuelve más frágil para luchar contra esta enfermedad, y los proyectos de los hombres de la época que, confiando en su propia inteligencia y en su fuerza de voluntad, creyeron ser capaces de imponerse a los demás con la guerra, y resultaron atrapados mortalmente en unas redes de las que parecían incapaces de salir. Lo mismo que la Gran Guerra se promovió paradójicamente como la guerra que había de acabar con todas las guerras, un gobierno progresista-pacifista terminó arrastrando a la guerra al pueblo estadounidense, vendiendole unos bonos que posiblemente pudieran ser llamados de la libertad, pero desde luego no de la sanidad.

En una época orgullosa, en la que los hombres se habían creído omnipotentes, se suponía que ese impulso económico iba a ahorrar vidas humana. Pero muchas personas que pagaron para librarse del autoritarismo centroeuropeo –fuera real o imaginaria la amenaza que suponía-, y otras muchas que nada tenían que ver con la guerra y sus causas reales o supuestas, pagaron con su vida la incapacidad de los hombres más inteligentes y fuertes para luchar contra un virus. Y las víctimas de este ser tan pequeño que ni siquiera puede llamarse organismo –lo más parecido a la vida que podemos predicar de los virus es que son replicantes- llegaron posiblemente a los cien millones, triplicando o hasta decuplicando las víctimas de la Primera Guerra Mundial (según aceptemos que esta provocó 10 millones de muertos o hasta 31).

Paradójicamente, quienes se saltaron las normas sanitarias y facilitaron el desarrollo de la pandemia más mortífera que ha conocido la humanidad, lo hicieron para no frenar la mayor campaña propagandística de la historia: los bonos de la libertad norteamericanos, que proporcionarían a su gobierno 17.000 millones de dólares, una cifra nunca imaginada.

Uno y otro hecho, la expansión de la epidemia y la campaña de los bonos de la libertad, se derivaron a última hora del modo como quiso conducir la guerra un gobierno y un conjunto de políticos que, ahondando en la paradoja, se creían profundamente pacifistas. La mayor movilización militar –al menos la más rápida y por su volumen proporcionalmente más numerosa- de la historia se hizo combinando una aparente improvisación y la seguridad de disponer de las mayores garantías acerca de su financiación y su sanidad.

Por primera vez se pretendió evitar que, en una guerra, las enfermedades se cobraran más vidas que las balas, y el intento se saldó con un estrepitoso fracaso. La ingenuidad de los pacifistas que creían poder enfrentar a la tradición militar prusiana un ejército improvisado, aunque desde luego numeroso, se las tuvo que ver antes que con los temibles cañones alemanes, con minúsculos virus cuya existencia ni siquiera conocía. Parece como si la naturaleza se burlara de la pretensión de planificar al milímetro una victoria, pero no solo por parte de los Aliados, en cuyos planes aquella debía llegar en 1919. Como si se hiciera realidad el vaticinio que oyeron el 17 de julio de 1917 los tres pastorcitos que en la pequeña población portuguesa de Fátima decían ser testigos de una aparición mariana que ese día les dijo que “la guerra pronto terminará”. La victoria se adelantó, dando al traste con los planes alemanes, pero también con los de los Aliados, que no podrían adjudicarla a su inteligente planificación, a su dinero y a la fuerza de sus armas.

El gobierno norteamericano ignoró cuanto sabía sobre la gripe pandémica surgida en su país y exportada por sus soldados hasta tener una coartada que distrajera hacia otro culpable. Cuando la prensa española habló de la epidemia, se le adjudicó el nombre de gripe española. Un nombre afrentoso que hace recaer los males sufridos por media humanidad –por toda la humanidad en esa época- sobre un país que ni siquiera estaba en guerra. Pero, por absurda que haya sido, la teoría de que la gripe surgiera en España cuajó, y dura hasta hoy. La primera conclusión en este centenario, por un mínimo de coherencia y respeto, debería ser no permitir que nunca se vuelva a llamar gripe española a la gripe pandémica surgida en Estados Unidos en 1917-1918.

El país que había infectado de pandemia a todo el mundo tras abandonar su –al menos relativa- neutralidad en el conflicto acabaría por colgar el sambenito de la culpabilidad en el origen de la enfermedad a un país neutral –España-, y el gobierno que se negó a invertir fondos y esfuerzo en luchar contra la pandemia para no dejar de sacar dinero a sus ciudadanos y convertirlos en militares, culparía de la difusión de la epidemia a los civiles, con tal de evitar que se supiera que había surgido en campamentos militares.

Incluso una vez reconocido que la gripe que asolaría el mundo en 1918 surgió en Estados Unidos, se prefirió aceptar la ingenua opción de que una pandemia que para extenderse requiere de grandes concentraciones de personas, hubiera surgido en el desierto de Kansas –y en lugares hoy abandonados, retrasándola además a ser posible hasta marzo de 1918-, en lugar de admitir la evidencia de que la gripe había surgido, como siempre sucede, en otoño, y que se convirtió en epidemia mortífera en campamentos militares –en Camp Greene sin duda, y muy probablemente incluso antes en otros como Camp Pike- en diciembre de 1917.

Tampoco mermó la enfermedad el orgullo de los vencedores, e incluso podría decirse que ni siquiera el de los vencidos, de modo que ambos, como su fuera vergonzoso haber sido derrotados por una enfermedad, negaron la influencia de la gripe –a la que, con nueva paradoja, en muchos idiomas se da el nombre de influenza, derivado del italiano-, adjudicando la victoria en un primer momento a un milagro y, tras la Segunda Guerra Mundial y ya más que por soberbia por admiración ante la nueva arma acorazada, proyectando hacia atrás en la historia las supuestas bondades de los tanques, hasta adjudicarles un papel primordial en la victoria sobre los alemanes en la Primera Guerra Mundial.

En 1942 los británicos iniciaron un programa para generar un arma biológica basándose en el ántrax (carbunco), lo que sugiere que el gobierno de Churchill no sacó de la experiencia de la Primera Guerra Mundial la consecuencia de evitar las armas biológicas, sino lo contrario. Ese programa se canceló porque los norteamericanos habían avanzado mucho en el programa del arma atómica y no parecía necesario recurrir al ántrax. El pacifismo del alemán Albert Einstein, unido al buenismo del presidente norteamericano Franklin Delano Rooselvelt, quiso imaginar cómo poner de nuevo fin a una guerra con medios no convencionales. Y a cambio entregó como legado a las generaciones siguientes la amenaza de la destrucción de la humanidad en una guerra nuclear. Pero eso, si bien es una señal inequívoca de que no se extrajo de la gripe de 1917-1918 una lección útil, es otra historia.